Friday, January 04, 2013

YO HARÉ, TÚ HARÁS, NOSOTROS HAREMOS



-Yo escribiré este artículo. Tú lo leerás. Ambos estaremos momentáneamente unidos por él, pensando y sintiendo las palabras que lo forman-.
Aceptamos sin dificultad el enunciado anterior como si se tratara del más firme axioma.
Sin embargo, dar esto por cierto es basarnos en espuria futurología.
¿Puedo asegurar que no dejaré inconcluso este escrito?.
¿Puedes afirmar que lo leerás pase lo que pase?.
¿Podemos garantizar que lograremos compartirlo?.
No. No podemos.
¿Por qué?. Porque una profunda incertidumbre ante lo que sucederá en el próximo segundo, es la única certeza que tenemos por delante.
-Así que yo también tendré que morir como Enkidu. ¡La desesperación me inunda el corazón!-. Esas son las palabras de Gilgamés quien, ante la muerte de su amigo, toma conciencia de su propio e irremediable futuro.
Sus palabras reflejan lo que con frecuencia observamos en nuestra experiencia infantil.
Camila, mi hija menor, hace un tiempo atrás, solía despertarse temerosa algunas noches pensando que podía morirse. Como el héroe sumerio, ella también tomó conciencia de su mortalidad.
Quizá este abrumador descubrimiento sobrevino, principalmente, a raíz de la pérdida de una de sus abuelas; sin duda la proximidad afectiva fue el desencadenante de su alarma que se venía gestando desde antes por la visión de escenas en televisión o por la escucha de conversaciones de adultos.
Como sea, para todos, hay un punto en nuestra infancia donde nos percatamos que moriremos y... los adultos que nos tutelan también.
Y la angustia se tornaría inmanejable si no pudiéramos abrigarnos bajo las alas de un ser inmortal y omnipotente al que llamamos DIOS.
Poco a poco, vamos incorporándonos a un juego entre la conciencia de finitud y la esperanza de eternidad.
Las más de las veces, y aun cuando nuestro deseo de objetividad en el asunto sea el más fuerte y sincero, todos queremos que sea verdad que la muerte no existe.
No nos afligen del mismo modo la matanza de gallinas o vacas, el envenenamiento de cucarachas u hormigas, ni las flores marchitas o las hojas secas de los árboles. Todas formas de vida que perecen como nosotros. Para ellas no hay eternidad.
¿Para nosotros, sí?.
Una de las plegarias que los egipcios anotaron en el Libro de los Muertos dice: “¡Salve, Osiris, padre mío divino!. Lo mismo que tú, cuya vida es imperecedera, mis miembros conocerán la vida eterna. No me pudriré. No seré comido por los gusanos. No pereceré. No seré pasto de la miseria. Viviré, viviré”.
No está de más recordar que citas similares, más lejanas o cercanas a nosotros, se pueden encontrar en todas las religiones, incluso en las actuales.
Somos los únicos seres de este planeta que reniegan de su destino final. Los únicos que no admiten la definitiva desaparición de su rostro en los espejos.
La pérdida de un ser querido cambia todos nuestros planes, toda nuestra visión del futuro, ahora sin él.
Ante ello, iba a decir que “no es fácil aceptar” que nuestros padres, hijos o cónyuges, por ejemplo, ya no existen, ya no son. Pero la expresión “no es fácil aceptar” es inapropiada. Lo que realmente creo es que es imposible dejar de pensar que están vivos de algún modo. El más racional de los seres, debe admitir esto.
Sus voces resuenan en nuestra mente; su ropa, sus muebles, sus fotos, nos ilusionan haciéndonos pensar que regresarán como lo hace un viajero.
No nos resignamos a aceptar que la muerte sea más poderosa que nosotros.
El sentimiento de la unidad indestructible de la vida es tan fuerte e inconmovible que repugna y niega el hecho de la muerte. En el pensamiento primitivo jamás se considera la muerte como un fenómeno natural que obedece a leyes generales; su acaecimiento no es necesario sino accidental. Depende, siempre, de causas singulares y fortuitas; es obra de hechicería o de magia o de alguna otra influencia personal hostil” (Antropología filosófica - Ernst Cassirer).
Esta ancestral creencia en la invulnerabilidad de la vida es lo que llevó a los hombres primitivos a enterrar a los muertos con sus bienes, a veces con sus familias y esclavos, para que les sirvan en esa “otra vida” a la que iban.
Es el mismo sentimiento que moviliza a personas como el Dr. Raymond Moody a escribir libros como “La vida después de la vida” o al periodista Víctor Sueiro a realizar el ciclo televisivo “Misterios y Milagros”, a partir de su experiencia personal tras haber sido declarado clínicamente muerto.
Y es posible que la vida después de la muerte exista. No es un hecho que yo esté en condiciones de demostrar. De igual modo, también es probable que no la haya. Cualquiera de ambas posibilidades, al menos hasta hoy, no pueden ser probadas de manera irrefutable.
Sí podemos asegurar que la muerte existe. Nada sobre el después.
De todos modos, seguiremos planificando día a día, hora a hora, nuestras acciones. Planearemos las vacaciones venideras, la fecha de nuestro casamiento, la reunión con amigos, el próximo libro por leer.
Nos olvidaremos, naturalmente, que la muerte está delante nuestro, quizá sentada al lado. Que no discrimina entre chicos y grandes, ricos o pobres, sanos o enfermos, negros o blancos, mujeres u hombres, sabios o burros.
Con su actitud imparcial puede que nos esté diciendo que nos dejemos de perder el tiempo en segregaciones, en conflictos, en disputas que ella no hace y que atendamos debidamente a nuestro único propósito: ENALTECER LA VIDA.
Uno de los versos de “La aldea de Kiang”, del poeta Tu Fu, dice: “El sino respetó mi juramento de volver vivo”. También a mí me permitió terminar este escrito. Es mi mayor deseo que te permita a ti leerlo y a ambos sentirnos momentáneamente unidos.

Foto tomada por el autor
“EL MENSAJE”.   Autor: Daniel  Adrián  Madeiro   *** Este material puede ser copiado, impreso, difundido  etc. sin cargo, libremente.  El autor no autoriza su uso comercial. --- Copyright © Daniel  Adrián  Madeiro.  Todos los derechos reservados.  

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