Por las mañanas, de lunes a viernes, mi despertador
suena a las siete y media.
Mi esposa ya está levantada y terminando de preparar a
mis dos hijos menores para ir a la escuela.
Yo me cambio y estoy con ellos unos minutos hasta que
se marchan.
Al rato vuelve mi esposa, desayunamos y salgo a tomar
el colectivo hacia mi trabajo.
Regreso a casa pasadas las siete de la tarde.
Un amigo mío tiene menos suerte. Él entra a su trabajo
a las siete para salir doce horas después. En las mañanas, mientras desayuna,
sus hijos todavía duermen.
Hace muchos años, yo vivía con mis padres en
Longchamps, un pueblo distante aproximadamente 20 kilómetros de la ciudad de
Buenos Aires. En aquel tiempo el tren no era eléctrico y era lento. A las seis
de la mañana, en la estación yo abordaba alguno de los vagones que llegaban
repletos de obreros y empleados. Muchos de los que allí estaban vivían aun más
lejos. Esto representaba hasta una hora más de viaje.
Seguramente, mi relato te resulta familiar. Tú mismo
debes salir todos los días a una hora determinada hacia el trabajo para
regresar con la puesta de sol.
Si tu labor se desarrolla en alguna ciudad capital y
tienes la “suerte” de contar con algunos minutos para salir al mediodía, ves a
cientos y cientos de personas atestando las casas de comidas, o sentados en las
plazas consumiendo su vianda. Quizá nos hemos visto alguna vez.
“Imagínate que todos compartiéramos el mundo”,
escribió John Lennon en su canción Imagine. Tú ¿Estás en la lista de los
que imaginan y desean eso?. Si es así, entonces estoy seguro que “pueden
decir que soy un soñador, pero NO SOY EL ÚNICO”.
Yo, al
regresar a casa, tomo algo mientras converso con mi mujer y mis hijos. Un par
de horas después estamos cenando. Antes de eso, suelo hacerme un espacio para
escribir. No siempre puedo, no siempre tengo ánimo o inspiración; con
frecuencia, el agotamiento de un día de trabajo no me permite hacer demasiado.
Pero siempre, desde que me levanto por las mañanas
hasta que me acuesto en las noches, pienso en lo necesario que es trabajar por
un mundo mejor; para mis hijos, para mi mujer, para mí y también para ti.
Porque si TÚ no estás incluído en mi proyecto de bienestar, ahora que
comprendemos mejor la interrelación entre todos los organismos de la Tierra,
que sabemos que globalización es un sinónimo de “estamos todos en el mismo
barco”, si TÚ no estás incluído en mi proyecto de bienestar, sólo estoy
respondiendo a un interés egoísta. Y ¿No es eso lo que solemos criticarle a
tantos que andan por allí abandonando a su suerte a los pobres, desatendiendo
las miserias humanas que podrían ayudar a reparar?; ¿No despierta nuestra
repugnancia el desenfrenado interés egoísta de algunos por acumular cada día
más y más?.
Confío en que Tú también, cuando piensas en la
construcción de un mundo mejor, no dejas de sumar al lado de tus seres amados a
aquellos a quienes no conoces.
Pero lo cierto es que nuestros trabajos, nuestros
diarios quehaceres, nos obligan a dedicar cada día más horas a ellos y menos a
nosotros y nuestros proyectos.
“Hombres y mujeres rehuyen las dificultades ajenas
a sus trabajos e, inmersos en los requerimientos concretos del quehacer
cotidiano, rehúsan reflexionar sobre el sentido de sus vidas y su vocación
fundamental” (El silencio de DIOS, José Manuel Saravia, Emecé Editores,
Pág.129).
Necesitamos un mundo mejor, debemos ocuparnos en la
creación de un mundo mejor. Pero, tras doce horas de trabajo, ¿Qué fuerza
tendrá mi amigo para sumarse a ese proyecto?; ¿Cómo hará para hacer lo que
quisiera si además siempre hay labores pendientes en la casa?; ¿Quién forma
para un mundo mejor a los niños cuyos ambos padres tienen que salir a ganarse
el pan?; ¿Qué liberación femenina disfruta la mujer que se ve obligada a
ejercer labores fuera de su casa cuando desearía estar con sus pequeños?; ¿Qué
ideales anidan los niños que tienen que trabajar?.
Necesitamos hacer un mundo mejor pero nos agobian cada
día con más horas de trabajo, con menos tiempo familiar, con una creciente
escasez de comunicación.
No estoy exaltando a alguna ideología.
Simplemente, estoy preguntando ¿Hacia dónde vamos
casi seis mil millones de habitantes del planeta?. ¿Cuándo comenzamos a hacer
el mundo que queremos?.
Es tiempo de rever todas las actitudes egoístas y
fomentar la diaria ejecución del altruismo, de la solidaridad, de la justicia y
de la vocación por la verdad.
Debiera haber no sólo trabajadores interesados en
esto. También deberían sumarse sus empleadores. Los dirigidos y los dirigentes,
los estudiantes y los maestros, los que gozan del arte y los artistas, los que
reciben el beneficio de la ciencia y los científicos, los gobernados y los
gobernantes. Todos deben comprender la necesidad de terminar con un
materialismo que sólo logrará la extinción del concepto de familia, de amistad,
de prójimo, de humano.
En el escaso tiempo que nos queda, todavía es posible
que juntos, con resolución y constancia, podamos alcanzar un mundo para todos.
“Podrán decir que soy un soñador”... Por
favor, demuéstrame que no soy el único.
Foto tomada y tratada por el autor |
“EL MENSAJE”. Autor: Daniel Adrián Madeiro *** Este material puede ser copiado, impreso, difundido etc. sin cargo, libremente. El autor no autoriza su uso comercial. --- Copyright © Daniel Adrián Madeiro. Todos los derechos reservados.
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