-Yo escribiré este artículo. Tú lo leerás. Ambos
estaremos momentáneamente unidos por él, pensando y sintiendo las palabras que
lo forman-.
Aceptamos sin dificultad el enunciado anterior como si
se tratara del más firme axioma.
Sin embargo, dar esto por cierto es basarnos en
espuria futurología.
¿Puedo asegurar que no dejaré inconcluso este
escrito?.
¿Puedes afirmar que lo leerás pase lo que pase?.
¿Podemos garantizar que lograremos compartirlo?.
No. No podemos.
¿Por qué?. Porque una profunda incertidumbre ante lo
que sucederá en el próximo segundo, es la única certeza que tenemos por
delante.
-Así que yo también tendré que morir como Enkidu.
¡La desesperación me inunda el corazón!-. Esas son las palabras de Gilgamés
quien, ante la muerte de su amigo, toma conciencia de su propio e irremediable
futuro.
Sus palabras reflejan lo que con frecuencia observamos
en nuestra experiencia infantil.
Camila, mi hija menor, hace un tiempo atrás, solía
despertarse temerosa algunas noches pensando que podía morirse. Como el héroe
sumerio, ella también tomó conciencia de su mortalidad.
Quizá este abrumador descubrimiento sobrevino,
principalmente, a raíz de la pérdida de una de sus abuelas; sin duda la
proximidad afectiva fue el desencadenante de su alarma que se venía gestando
desde antes por la visión de escenas en televisión o por la escucha de
conversaciones de adultos.
Como sea, para todos, hay un punto en nuestra infancia
donde nos percatamos que moriremos y... los adultos que nos tutelan también.
Y la angustia se tornaría inmanejable si no pudiéramos
abrigarnos bajo las alas de un ser inmortal y omnipotente al que llamamos DIOS.
Poco a poco, vamos incorporándonos a un juego entre la
conciencia de finitud y la esperanza de eternidad.
Las más de las veces, y aun cuando nuestro deseo de
objetividad en el asunto sea el más fuerte y sincero, todos queremos que sea
verdad que la muerte no existe.
No nos afligen del mismo modo la matanza de gallinas o
vacas, el envenenamiento de cucarachas u hormigas, ni las flores marchitas o
las hojas secas de los árboles. Todas formas de vida que perecen como nosotros.
Para ellas no hay eternidad.
¿Para nosotros, sí?.
Una de las plegarias que los egipcios anotaron en el
Libro de los Muertos dice: “¡Salve, Osiris, padre mío divino!. Lo mismo que
tú, cuya vida es imperecedera, mis miembros conocerán la vida eterna. No me
pudriré. No seré comido por los gusanos. No pereceré. No seré pasto de la
miseria. Viviré, viviré”.
No está de más recordar que citas similares, más
lejanas o cercanas a nosotros, se pueden encontrar en todas las religiones,
incluso en las actuales.
Somos los únicos seres de este planeta que reniegan de
su destino final. Los únicos que no admiten la definitiva desaparición de su
rostro en los espejos.
La pérdida de un ser querido cambia todos nuestros
planes, toda nuestra visión del futuro, ahora sin él.
Ante ello, iba a decir que “no es fácil aceptar”
que nuestros padres, hijos o cónyuges, por ejemplo, ya no existen, ya no son.
Pero la expresión “no es fácil aceptar” es inapropiada. Lo que realmente
creo es que es imposible dejar de pensar que están vivos de algún modo. El más
racional de los seres, debe admitir esto.
Sus voces resuenan en nuestra mente; su ropa, sus
muebles, sus fotos, nos ilusionan haciéndonos pensar que regresarán como lo
hace un viajero.
No nos resignamos a aceptar que la muerte sea más
poderosa que nosotros.
“El sentimiento de la unidad indestructible de la
vida es tan fuerte e inconmovible que repugna y niega el hecho de la muerte. En
el pensamiento primitivo jamás se considera la muerte como un fenómeno natural
que obedece a leyes generales; su acaecimiento no es necesario sino accidental.
Depende, siempre, de causas singulares y fortuitas; es obra de hechicería o de
magia o de alguna otra influencia personal hostil” (Antropología filosófica
- Ernst Cassirer).
Esta ancestral creencia en la invulnerabilidad de la
vida es lo que llevó a los hombres primitivos a enterrar a los muertos con sus
bienes, a veces con sus familias y esclavos, para que les sirvan en esa “otra
vida” a la que iban.
Es el mismo sentimiento que moviliza a personas como
el Dr. Raymond Moody a escribir libros como “La vida después de la vida”
o al periodista Víctor Sueiro a realizar el ciclo televisivo “Misterios y
Milagros”, a partir de su experiencia personal tras haber sido declarado
clínicamente muerto.
Y es posible que la vida después de la muerte exista.
No es un hecho que yo esté en condiciones de demostrar. De igual modo, también
es probable que no la haya. Cualquiera de ambas posibilidades, al menos hasta
hoy, no pueden ser probadas de manera irrefutable.
Sí podemos asegurar que la muerte existe. Nada sobre
el después.
De todos
modos, seguiremos planificando día a día, hora a hora, nuestras acciones.
Planearemos las vacaciones venideras, la fecha de nuestro casamiento, la
reunión con amigos, el próximo libro por leer.
Nos olvidaremos, naturalmente, que la muerte está
delante nuestro, quizá sentada al lado. Que no discrimina entre chicos y
grandes, ricos o pobres, sanos o enfermos, negros o blancos, mujeres u hombres,
sabios o burros.
Con su
actitud imparcial puede que nos esté diciendo que nos dejemos de perder el
tiempo en segregaciones, en conflictos, en disputas que ella no hace y que
atendamos debidamente a nuestro único propósito: ENALTECER LA VIDA.
Uno de los versos de “La aldea de
Kiang”, del poeta Tu Fu, dice: “El sino respetó mi juramento de volver
vivo”. También a mí me permitió terminar este escrito. Es mi mayor deseo
que te permita a ti leerlo y a ambos sentirnos momentáneamente unidos.
Foto tomada por el autor |
“EL MENSAJE”. Autor:
Daniel Adrián Madeiro
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